martes, 14 de mayo de 2013

Retrato de Halfon escribiendo



Eduardo Halfon, El boxeador polaco
104 pp.
Editorial Pre-Textos

¿Se imaginan ustedes tener que explicar las delicias del chocolate a alguien a quien no le gusta? Estremecedoramente dulce, con muchas texturas y matices distintos, frío o caliente, incluso da ganas de follar... No importa cómo lo pintemos, sólo conseguiremos aburrir al otro. En una situación similar se ve el profesor de Literatura que ha de despiezar los libros con los que se ha ido a la cama tantas veces delante de un pelotón de miradas entre bovinas y sarcásticas, pero predominantemente aburridas. En “Lejano”, el primer relato de El boxeador polaco, de Eduardo Halfon, el narrador se encuentra en esta poco envidiable situación impartiendo un curso universitario sobre el cuento. Entre el desinterés de la mayoria y el coqueteo de alguna alumna destaca el brillo de un talento real, un joven del interior del país que de forma repentina abandona las clases. El profesor viaja hasta el pueblo del muchacho para descubrir el porqué de esa marcha. “Lejano” comienza citando unas reflexiones de Ricardo Piglia sobre la naturaleza ambigua del cuento, su capacidad de narrar algo en paralelo a la trama, y el narrador abunda sobre ello en sus clases. El carácter azaroso de la vocación literaria y su excentricidad respecto a la vida universitaria, por no hablar de la ratonera profesional que supone, se reflejan en el muchacho que ha de volver a casa para encararse con sus responsabilidades. A pesar del tono amargo del cuento, no puedo dejar de verlo bajo una luz favorable: desde siempre el que ha querido escribir ha encontrado la manera de hacerlo. Si la tenacidad en el trabajo encauza el sismo interior, el poeta deja una obra acabada a los futuros lectores. Consigue ser algo más que el tema de un relato.

Los encuentros con algunos extranjeros de paso por Guatemala sirven para explorar, por contraste, la identidad de un narrador muy parecido al Eduardo Halfon que firma el libro. En “Fumata blanca” el hallazgo en un bar de una irresistible hippie israelí revela la ascendencia judía de Halfon-el-narrador (“y me confesó perpleja que jamás se imaginó que hubiesen judíos guatemaltecos”: Halfon es un apellido judío libanés; por parte de madre, que es lo que cuenta, el apellido es Tennenbaum) y su desapegada relación con dicho judaísmo. Aparte de una historia contada por su abuelo, superviviente de los campos de la muerte, sobre un misterioso boxeador polaco que le salvó la vida (y que es nombrada en todos los relatos del libro, sirviendo en cierta manera para conectarlos) Halfon se mantiene a distancia, e incluso procura alejarse, de toda identidad judía. Ello salta aún más a la vista en “Epístrofe” en el que Halfon y su novia conocen a Milan, un pianista serbio discípulo de Lazar Berman que, pese a su formación clásica y a sus interpretaciones de Liszt, en cada acorde no hace sino añorar la música gitana de los Balcanes. La búsqueda de una formación propia, alejada del propio origen, contra la angustia de esa misma formación sentida como impostura.
“sólo podía pensar en cómo algunos huyen de sus antepasados mientras que otros los añoran de una forma casi visceral; en cómo unos corren del mundo del padre mientras que otros lo claman y piden a gritos; en cómo yo no podía situarme lo suficientemente lejos del judaísmo, mientras que Milan jamás estaría lo suficientemente cerca de los gitanos.” (pp. 78-79)
Entre “Fumata blanca” y “Epístrofe”, relatos que se complementan entre sí, hay intercalada una breve pieza humorística, “Twaineando”, sobre los rituales de los congresos literarios en las universidades de EEUU. Y llegamos al fin al relato que sobrevuela todo el libro y le da título, “El boxeador polaco”. Halfon toma whisky con su abuelo y mira de reojo los números tatuados en su muñeca. En este ambiente de complicidad el abuelo empieza a contar una historia que siempre se había guardado para sí, una historia clásica europea: cómo fue invadida Lodz por los alemanes y él enviado al campo de concentración de Sachsenhausen, cómo fue nombrado jefe de barracón y luego deportado a Auschwitz, por lo que a partir de entonces se negó a usar el polaco, el idioma de los que, decía, le habían traicionado (otra relación conflictiva con los orígenes, en este caso de rechazo moral), cómo le tatuaron allí los números en la muñeca y encontró la ayuda de un boxeador polaco que le enseñó qué decir en los interrogatorios, le reveló la palabra mágica para sobrevivir.