viernes, 19 de junio de 2009

Civilización occidental


“Se ha dicho muchas veces que la descolonización fue el rodeo del que se valieron los países del sur para adoptar el modelo occidental. Sin lugar a dudas, el planeta se ha modernizado, pero sólo se occidentalizó parcialmente. Se unificó bajo el triple sello de la economía, la técnica y las comunicaciones, no bajo el del respeto a las personas ni bajo el del sistema parlamentario. Por más que aumente el número de democracias, aún son legión los regímenes que se resisten a promover la igualdad o las libertades fundamentales y que están seducidos por nuestras armas, nuestra avanzada tecnología y nuestras grandes empresas. El odio por Occidente es siempre el odio por los derechos humanos y por la democracia. Aceptar a Occidente es como entreabrir la puerta tras la que se abren camino la audacia y el caos, el cuestionamiento de los abusos disfrazados de tradiciones, de las desigualdades basadas en la naturaleza. Esa aceptación impone a cada sociedad tareas insuperables, liberarse de su pasado, salir del capullo protector de la costumbre. Se lo detesta, no por sus faltas reales sino por su intento de repararlas, porque ha sido uno de los primeros que ha tratado de superar su propia bestialidad. Ha quebrado el círculo de la connivencia con los violentos, y eso es lo que no se le perdona. Desde que se ha metido a moralizar la historia, se lo atrapó en su propia trampa, se lo ha enfrentado a todas las inmundicias para confundirlo en la medida en que él mismo suministra la munición.

A este respecto, el auténtico motor del integrismo es menos el respeto puntilloso de la tradición que el terror a un modo de existencia fundada sobre la autonomía individual, la innovación perpetua, la desarticulación de la autoridad. Los avances de la libertad son paralelos a los del rechazo de la misma y sobre todo el rechazo de la emancipación de las mujeres, una mutación simbólica fundamental producto del siglo pasado. De ahí surgen esas nuevas generaciones de yijadistas nacidos en Europa, estos “emires de los ojos azules”, desconcertados en su propia sociedad, en busca de normas rígidas que les den seguridad. No tenemos miedo a morir, exclaman estos kamikazes para poner de relieve su superioridad sobre el común de la gente. Pero el caso es que tienen miedo a la vida, no dejan de pisotearla, de calumniarla, de destruirla, de formar candidatos al martirio desde la cuna. Los observadores se han dado cuenta: las fotos de los terroristas tomadas algunas horas antes de los atentados nos muestran a personas calmadas y serenas. Han despejado sus dudas, han alcanzado la sabiduría. En efecto, ésta es la paradoja de las sociedades abiertas que parecen desreguladas, injustas, acechadas por el crimen, la soledad y las drogas, porque ponen su indignidad a la vista de todos, no dejan de confesar sus carencias mientras que otras sociedades, más opresivas, parecen armoniosas porque tienen amordazadas tanto a la prensa como a la oposición. “Donde no hay conflictos visibles, no hay libertad”, decía Montesquieu. Las democracias son inquietas por naturaleza, no realizan jamás sus ideales; decepcionan necesariamente, cavan una trinchera entre la esperanza que suscitan y la realidad que construyen. Refuerzan la difamación de sus enemigos, les dan el derecho a detestarlas con total buena fe. De la imperfección de nuestros regímenes se deduce su perversidad fundamental. Pero lo que hay que sostener es justamente lo contrario: mostrar nuestras yagas en público es tanto como ser conscientes de nuestros vicios cuando la verdadera falta es la ignorancia de los propios males”.

PASCAL BRUCKNER, La tiranía de la penitencia. Ensayo sobre el masoquismo occidental

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